Cuando querer controlarlo todo te deja sin control

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Vivimos en una sociedad cada vez más racional, ordenada y sistematizada, en gran parte debido a la necesidad que tenemos de que la vida sea más predecible y controlable. De modo que intentamos controlar el tiempo, la productividad, nuestras emociones, el futuro…. Nos han enseñado que tenerlo todo bajo control es sinónimo de seguridad, éxito y madurez. Sin embargo, detrás de ese deseo constante de controlar todo, muchas veces se esconde el miedo a la incertidumbre, al error, a la pérdida y al dolor.

El problema es que, en la mayoría de los casos, ese intento de control se convierte —paradójicamente— en la causa de nuestra ansiedad, frustración y desconexión.

El espejismo del control absoluto

Intentar controlarlo todo es como tratar de atrapar el viento con las manos: agotador e inútil. Cuanto más nos obsesionamos con que todo esté controlado, más sensibles nos volvemos a cualquier desviación del plan.

La vida, por naturaleza, es impredecible. Por tanto, insistir en que todo esté bajo control y se ajuste a nuestras expectativas es como luchar contra la marea: terminamos desgastados, frustrados y, peor aún, con la sensación de estar perdidos.

¿Qué hay detrás del deseo de controlar?

Muchas veces, el control es un mecanismo de defensa. Es nuestra manera de sentirnos seguros en un mundo incierto. Habitualmente, quien intenta controlarlo todo suele haber crecido en un ambiente controlador, impredecible o emocionalmente amenazante; y/o haber experimentado, en algún momento, una pérdida, una traición, un caos emocional o una situación en la que se sintió completamente vulnerable. El control se convierte entonces en una armadura.

Pero vivir dentro de una armadura también tiene un precio.

El coste emocional de vivir en modo control

Controlarlo todo implica una vigilancia constante: sobre lo que decimos, hacemos, sentimos… y hasta sobre lo que otros hacen, sienten o piensan. Esta forma de vivir genera:

  • Estrés crónico, porque vivimos en alerta ante cualquier posible “desvío”.
  • Desconexión social, ya que el control genera distancia y tensión en las relaciones: intentamos imponer nuestras formas, tiempos y decisiones.
  • Desconexión emocional, porque controlar también implica reprimir lo que sentimos para mantener la imagen de “todo está bien”.
  • Pérdida de autenticidad, ya que controlamos cómo nos mostramos a los demás, dejando de ser nosotros mismos y perdiendo nuestra esencia.

El poder de soltar

Soltar no significa rendirse. Significa reconocer que no todo depende de nosotros. Que hay factores fuera de nuestro alcance, y está bien. Soltar es mirar la vida y decirle: “Confío en ti. Y confío en mí”.

Es dejar de exigir certezas y empezar a hacer las paces con lo incierto. Es permitirte no saber. No poder con todo. No estar bien todo el tiempo.

Es descubrir que la verdadera fuerza está en nuestra flexibilidad, no en nuestra rigidez.

¿Cómo empezar a aprender a soltar?

Te proponemos un pequeño, pero poderoso ejercicio: Elige un “pequeño descontrol” diario y ponlo en práctica.

Algo que no sea grave ni invasivo, pero que te saque un poco de tu zona de control. Por ejemplo:

  • Sal a caminar sin rumbo, sin reloj, sin destino.
  • Di que sí a algo espontáneo, aunque rompa tu rutina.
  • Deja una tarea sin hacer.
  • Comete un pequeño error y no lo corrijas.
  • Deja que alguien más tome una decisión sin intervenir.
  • Descansa, aunque “no hayas hecho suficiente”.
  • Etc.

Cuando empiezas a soltar —aunque sea un poquito— algo mágico ocurre: vuelve la libertad, la paz y, paradójicamente, tienes la sensación de mayor control.

Soltar el control no es perderlo. Es recuperarlo de verdad.

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